A ver, volvamos a ésto de escribir.
[Si eres ansioso, no lo leas, por favor, no quiero preocuparte.]
Así como Karla Souza estuvo a punto de cancelar su increíble TedTalk por el miedo a abrirse al mundo y mostrarse vulnerable, yo también abandoné por muchos meses la buena costumbre de sentarme a escribir mis pensamientos y emociones por el miedo a descubrir lo que había acumulado dentro.
Fui diagnosticada con Trastorno de Ansiedad Generalizado por ahí de Febrero del 2023, pero para ser honesta, muy probablemente este padecimiento comenzó a acompañarme desde por ahí de Mayo del 2020.
Desde Febrero de 2023 he sentido, dos o tres veces por semana, un inminente peligro de muerte. Siento, que sin razón aparente, mi corazón empieza a doler y palpitar más rápido, mi brazo izquierdo a doler y juro que mis labios y yemas de los dedos se ven morados por falta de oxigenación.
Nada de esto es realidad.
Mi corazón no tiene razones para doler.
Mi corazón no va más rápido, ya lo chequé con aparatos.
Mi brazo no tiene razones para doler.
Mis labios no se están poniendo morados.
Mis yemas de los dedos, tampoco. Mi oxigenación está perfecta, también, ya la chequé.
A veces, la voz interna de mi cabeza dice que estamos en alerta roja. Que tenemos 4 segundos para avisar a alguien que estamos teniendo un infarto. Que debemos llamar a una ambulancia YA MISMO. Que debemos salir al medio de la calle a gritarle a alguien que nos ayude, porque estamos por perder la vida.
Sinceramente, estos escenarios son escalofriantes y verdaderamente traumáticos. Porque también, otra parte de ti, sabe que nada de esto es cierto. Que no te estás muriendo, que ese sentimiento ya ha estado ahí antes y no ha pasado nada malo. Nunca te has infartado. Y muy probablemente, en ese momento tampoco va a ocurrir.
Pero cada vez, cuando entro en crisis, juro que esta vez es diferente. Que ahora sí me duele el corazón y el brazo y juro que mis labios y dedos se ven ligeramente morados. Juro que ahora sí me voy a morir.
En este momento siento que me duele el brazo.
Y siento que me duele el corazón y que va rápido.
Siento que quizá no estoy oxigenando correctamente.
Pero nada de esto es cierto.
Ya chequé.
Incluso tengo el oxímetro al lado del teclado y si me desconcentro de escribir, puedo jurar que sí me está doliendo el brazo y que mejor debería dejarme de tonterías como escribir e ir a buscar ayuda.
No supe cómo, pero este miedo empezó a paralizarme y me alejó de muchas de las cosas que me gusta hacer. Dejé de salir con amigos, porque qué tal si me daba un ataque de pánico mortal junto a ellos y los asustaba… nadie más iba a querer estar conmigo nunca. O que tal si en realidad me daba un infarto estando con ellos y entonces sí que les causaba el trauma de sus vidas.
También dejé de estar junto a mi familia. Tampoco quería preocuparlos. No quería alertarlos por un falso infarto ni tampoco quería que me vieran morir en caso de que realmente me infartara de manera desafortunada y súbita junto a ellos.
La mente de un ansioso funciona así: Uno nunca quiere ser una carga y muy en el fondo, sabe que nada va mal con nuestro cuerpo y que es nuestra mente. Así que mejor nos reservamos el inminente sentimiento de muerte calladitos en la silla durante nuestras juntas del trabajo. O detrás del volante. O frente a la computadora en la oficina. O simplemente lloramos de miedo antes de dormir, porque chance y mañana no despertamos y le causamos el dolor de nuestra muerte a todos los que nos quieren.
Es una cosa dramatiquísima esto de tener ansiedad. Es muy estresante y muy triste. Y muy aislante.
Dejé de hacer muchas cosas que me gustan. Dejé de jugar Tetris, porque a medio juego sentía pánico y entonces dejaba perder el juego y me angustiaba estar jugando mientras probablemente me estaba dando un infarto. Me retiraba a mi cama a respirar y tratar de estar en paz monitoreando mis signos vitales.
Dejé de comer y beber cosas ricas, porque tenían mucha grasa o muchos azúcares y entonces quizá eso sí propiciaba un infarto. Hubo semanas en las que solo comía sopa de verdura, ensalada y pollo.
Arreglé mis horas de sueño, no motivada por mejorar mi salud, si no porque pensé que tener un desbalance de sueño podría asociarse con muerte prematura. O porque si no dormía bien y me sentía ligeramente cansada o mareada durante el día, quizá era señal de que no estaba oxigenando bien y que entonces sí me estaba dando un infarto.
Dejé de escuchar música o ver series y películas. Porque quizá ese tiempo concentrada en esas series, era tiempo que no me estaba concentrando en saber si mi cuerpo se encontraba bien.
Dejé de hacer ejercicio. Por supuesto que si mi corazón se aceleraba un poco, inmediatamente sentía la necesidad inminente de llamar a una ambulancia. Ni hablar de moverme a propósito más de lo necesario.
Dejé de escribir.
No sé muy bien por qué dejé de escribir. Al igual que en la vida, yo tenía miedo de que se me escapara el control y este temor terminara permeando en mis escritos y me asustara más a yo solita o asustara a mis lectores también.
Aún tengo ese miedo. Querido lector, si te vas después de este post, muchas gracias por leerme. Lo aprecio mucho. Te quiero mucho.
El miedo a morir permea en todos los aspectos de la vida. Nada se disfruta y aunque no estés en absoluta crisis, siempre hay una preocupación basal que no te permite disfrutar ni poner atención a nada más que la locura interna que está ocurriendo en tu mente.
Realmente no me acuerdo cuándo fue la última vez que me reí de manera total, es decir, una risa no eclipsada por una sombra de angustia. No tengo idea. Antes de la pandemia, supongo.
No recuerdo la última vez que me fui a dormir sin miedo a no despertar. Y no recuerdo la última vez que me sentí capaz de salir de mi casa sin un oxímetro en la bolsa y mi número de seguro médico, ambulancia y descripción de mis antecedentes médicos incluso a la tienda, por si el infarto me agarraba en el camino.
Por supuesto que lo primero que hice cuando empecé a sentirme así fue ir a una ronda de doctores. Mi corazón está excelente. Todos los niveles medibles en sangre, también. Mi cabeza, fisiológicamente, también.
Chequé todo. Mis dientes, mis ojos, mis pulmones, mi estómago, mi sistema inmune, mis intestinos, el bazo. Ni siquiera sé para qué sirve el bazo, pero yo lo chequé, está perfecto.
Me tranquilizaba pensar que “entonces solo es mental”. Pensé que era cuestión de ir al psicólogo un par de meses y aquello terminaría o al menos podría dominarlo. Fácil.
Fui al psicólogo. Gran sujeto, por cierto, un día les contaré de él. Pero no tenía en cuenta que la voz loca de mi cabeza por supuesto que sabía lo que yo estaba haciendo. Sabía que estaba intentando quitarla del poder. Y claro que no quería que eso pasara. ¡Y la desgraciada es tan inteligente como yo!, ¡Maldigo mi inteligencia suprema! Jajaja, bromi, pero en comparación conmigo, ella contaba con todo mi mismo arsenal de conocimiento. Y tampoco dudaba en usarlo en mi contra.
Yo practicaba mi discurso y los puntos clave de mi semana y se los contaba ordenaditos en orden alfanumérico a mi psicólogo. No falté ni una sola vez a las sesiones semanales en 8 meses. Es que era yo la paciente perfecta. Identificaba perfectamente mis debilidades y fortalezas. Sabía lo que tenía que hacer y siempre llegaba con un plan de acción semanal que tenía mucho sentido para progresar. Todo excelente. El psicólogo a veces sólo se sentaba a escuchar o a decirme cosas que ya tenía yo escritas en mi cuaderno en puntos posteriores a manera de conclusiones.
Pero la voz loca y malvada hacía que, saliendo del consultorio olvidara TODO.
Literalmente no podía recordar una sola cosa de lo que hablé o que me fue dicho.
La voz loca también me hacía botar por ahí mi cuaderno durante toda una semana y solo tomarlo un día antes de mi sesión para hacer la planeación y después de nuevo ignorarlo el resto del tiempo. Incluso si tenía ataques salvajes de pánico, no recordaba muchas de las cosas conversadas con el psicólogo. A pesar de que lo veía como la autoridad indicada para guiarme a derrocar a la Thelma interior malvada.
Mi psicólogo no se explicaba mi falta de éxito. Es que yo todo lo tenía muy claro. Una vez casi me renunció alegando incapacidad de tratarme. Otra vez se enojó mucho. Otras veces casi me sacudió ante mi inexpresividad latente. Bastantes aventuras.
A pesar de que no había un progreso sostenido, la voz dentro de mí (no sé si la buena o la mala), me sugerían no abandonarlo.
Aparte era de las únicas personas con las que hablaba en persona de temas profundos. Tampoco era como que quisiera seguir en mi burbuja de aislamiento. Yo le pagaba para pasar el rato hablando al lado de alguien, que, si yo me moría, probablemente no le afectaría tanto. O al menos, teóricamente tenía herramientas para enfrentar el duelo o las preocupaciones que mis estados alterados pudieran causarle.
El punto es que poco a poco he ido mejorando. A veces ya puedo salir a la calle sin oxímetro, no muy lejos y no por mucho tiempo. A veces ya no quiero llamar a una ambulancia cuando siento una ligera taquicardia. A veces ya puedo terminar un juego de Tetris. A veces ya puedo ver videos largos sin miedo a que me infarte a medio capítulo.
Yo tenía un trabajo que me demandaba hablar de problemas de salud relacionados al corazón al menos 10 veces al día. Tuve que dejarlo. No podía hablar del corazón todo el santo día para llegar a mi casa a sentir que me moría de un infarto.
Me inventé ese álter ego en Instagram, que ustedes conocen. La Thelma sociable y chistosa que era antes del Trastorno, para reconectar. Para conversar aunque sea a la distancia y un ratito con gente real. Para distraerme un poco de la inminente muerte, que parece ser mi roomie y mi copiloto. Para pensar que un día, tal vez sí vuelva a ser esa Thelma.
Debo confesar que a veces me da miedo tener este personaje en Instagram. Porque si un día sí me infarto, ustedes van a estar muy tristes. Y luego menos. Y luego quizá hasta se les olvide que existí. Pero nunca, ni por un instante, me gustaría causarle un poco de dolor a la gente que me quiere. O al menos que me conoce.
Esto es todo. Así como el primer video de la Youtuber Ter es acerca de lo mucho que quiere ser youtuber, mi post después de meses de ausencia no tiene mucho sentido. Ni muchos colores. Ni el orden de siempre y la lección asociada a una anécdota picaresca. Es más una pelea con la Thelma malvada que me dice que no puedo hacerlo. Que me dice que mejor ya ni preocupe a gente que vivía su vida muy en paz. Que me dice que mejor me duerma temprano, para no sentirme mal.
Ahorita me siento muy envalentonada porque ahora sí me obligué a mantenerme sentada y terminar de escribir y publicar este post. Miles de veces antes me senté a escribir un par de líneas y me alejé del teclado para ir a medirme la oxigenación o acostarme a respirar para tranquilizarme.
Hoy no hay lección ni pregunta al público al final del post.
Solo está esta nota para que mis biógrafos puedan justificar bien ese gap de escritos en mi muy fantástico, maravilloso y muy visitado blog.
Nos leemos pronto. Espero.
Thelma 🙂
(La voz buena)